Un componente fundamental de las decisiones financieras está relacionado con cómo y en qué se gasta el dinero.
Para llevar a cabo una adecuada planeación financiera de largo plazo, es relevante conocer algunos de los principales elementos que determinan la forma en la que como los consumidores se comportan.
Antes que la ciencia económica, aunque de una forma más empírica, la mercadotecnia entendió que los consumidores responden a elementos no siempre fundados en una estricta racionalidad económica y que, en la mayoría de los casos, el precio es sólo un factor relevante para la decisión de compra cuando se trata de productos que no presentan una diferenciación en la percepción de las personas.
En muchos casos, a partir de la intuición derivada de la observación; en otros, con más rigor metodológico y científico, distintos estudios mercadológicos se aproximaron a este tema, pero desde una estricta perspectiva de cómo influenciar en la percepción de los consumidores para crear patrones de compra y consumo que favorecieran a las empresas, aunque en muchos casos ello no necesariamente fuera en el mejor interés del consumidor.
En un trabajo publicado por el investigador del departamento de negocios de la Universidad Ben-Gurion, Ofer H. Azar, relativo a la forma en que los consumidores eligen entre productos diferenciados, se encontró que cuando los consumidores tratan de elegir entre bienes diferenciados por su relación precio–calidad, no existe una visión directa, que en función de una restricción de precio maximiza la calidad esperada del producto a comprar.
Existe, de acuerdo con el estudio, un marcado sesgo de decisión, pues aun tratándose de bienes equivalentes y similares no se produce una estricta comparación sobre las diferencias absolutas de precio, sino que se hace una comparación de precio relativo, de acuerdo con los parámetros que como consumidor nos parecen relevantes, aun cuando en un estricto sentido no lo sean.
Frente a la compra de un producto del cual tuviéramos dos alternativas posibles, en ocasiones adquiriríamos el que tiene un precio mayor, porque presenta algún atributo que nos parece relevante, aun cuando de forma a veces evidente el beneficio que tenemos por esa diferencia no vale la diferencia de precio que estamos dispuestos a pagar.
En el caso de un teléfono celular, por ejemplo, podríamos optar por uno de mayor costo pensando en atributos que nos parecen relevantes, pero cuyo uso concreto no es significativo: variedad de colores, siendo que solamente optaremos por uno; aplicaciones complementarias que con elevada seguridad no utilizaremos, o servicios colaterales que nuestra propia experiencia pasada como consumidores nos indica que no nos traerán un beneficio tangible ni relevante en términos del diferencial de precio que aceptamos pagar.
Identificar estos patrones es siempre importante, pero tratándose de compras mayores con este diferencial de precios, relativizar nuestra percepción puede representar variaciones que, acumuladas a lo largo de un año, representan una proporción significativa de nuestro gasto.
En el caso de los servicios financieros, este fenómeno se acrecienta porque es más complejo el proceso de comparación de precios relativos y absolutos. Las comisiones directas o indirectas por los costos de servicios opcionales asociados, de forma acumulada pueden representar diferencias considerables: para el pago del servicio de la deuda, tratándose de un producto de crédito, o por su impacto en la acumulación, tratándose de productos de ahorro e inversión.
Si paulatinamente, particularmente en decisiones de consumo que representen más de 5% de nuestro ingreso disponible, nos acostumbramos a tratar de eliminar los elementos que nos llevan a relativizar las diferencias de precio entre productos y servicios, podemos alcanzar una mayor eficiencia en nuestro consumo, que gradualmente se verá reflejada en una mayor riqueza patrimonial.
Diario Gestión (09/06/2014)
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