El contrato de trabajo se extingue –entre otras causales– por la jubilación obligatoria y automática, siempre que coexistan dos elementos objetivos, que el trabajador cumpla setenta años de edad y tenga derecho a pensión, cualquiera sea su monto.
Los setenta años es una edad arbitrariamente establecida por el legislador, pero que permite de modo razonable pensar que a esas alturas de la vida el simple devenir del tiempo ha causado un detrimento en las facultades y aptitudes del trabajador que pueden hacer poco conveniente la subsistencia de la relación laboral.
Hay también un criterio de renovación en la fuerza laboral que es atendible, el derecho prefiere que el trabajador de edad avanzada goce de una merecida jubilación y de alguna manera ceda su puesto a una persona de menos años.
Es de elemental justicia que la jubilación forzosa se encuentre condicionada a que el trabajador tenga derecho a una pensión.
Lo contrario implicaría generar una situación de indefensión para el dependiente, justamente en la etapa de su vida en que se muestra más vulnerable. Debe entenderse que si el trabajador cumple los setenta años requeridos, pero aún no cuenta con el mínimo de años de aportación necesarios para tener derecho a una pensión, sin importar su cuantía, la jubilación automática se pospondrá hasta que se cumpla tal condicionamiento.
La norma reglamentaria dispone que la jubilación forzosa opera con prescindencia del trámite administrativo que debe seguirse para otorgar la pensión.
En consecuencia, para evitar un período indeterminado luego del cese en el que el trabajador podría no percibir ingresos, es conveniente que tome las previsiones del caso e inicie el trámite para obtener su pensión de jubilación con una prudente antelación.
Pese al tono aparentemente imperativo con el que la ley trata a la jubilación forzosa, cabe el pacto en contrario. Ambas partes de la relación de trabajo pueden convenir en no aplicarla o posponerla, situación que generaría algunos problemas prácticos.
Diario EL Peruano (15/10/2014)
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